Hay escenas que quedan grabadas para la historia. Grabadas físicamente en fotos y videos y grabadas en la memoria de los testigos que las vieron en persona, en las imágenes fijas de los periódicos, o con movimiento, en la televisión o en internet. Una de esas escenas corresponde al 2 de febrero de 1999 y muestra a Hugo Chávez con la diestra en alto, frente al presidente del Senado, Luis Alfonso Dávila, y, en medio de ellos, el presidente saliente, Rafael Caldera. Fue en ese momento, hace ya un cuarto de siglo, cuando juró ante la Constitución de 1961, a la que calificó como «moribunda».

No era la primera frase impactante de Chávez, quien debutó en la escena nacional el 4 de febrero de 1992 con una ristra de ellas, incluyendo el proverbial «por ahora». Pero fue una primera demostración verbal de que el Comandante paracaidista, el veguero barinés, que había llegado a Miraflores sobre una avalancha de votos, estaba inaugurando  –también en el plano discursivo– una nueva era de la historia nacional, en la que ya no tenían cabida las formalidades tan del gusto de las élites. El zurdo de Sabaneta había dejado claro, con su primer lanzamiento, que venía por la goma, duro y curvero.

En esa escena, el rostro de Caldera es el reflejo del crujido tectónico del sistema político desplazado. Todavía con la banda y el cordón presidencial sobre su pecho, el vetusto dirigente socialcristiano aguantó el heterodoxo juramento sin poder ocultar su desaprobación o, tal vez, su desconcierto.

Si queremos darle un giro garciamarquiano al relato, podemos decir que con la mirada algo perdida, Caldera quizá estuviese recordando que fue allí, en ese mismo hemiciclo, un escalón más abajo del presídium, en la tribuna de oradores, el mismo 4 de febrero del 92 (el de las frases célebres del líder rebelde), cuando él, Caldera, había resucitado políticamente con un discurso contundente, en el que dijo que no se le podía pedir a un pueblo con hambre que saliera a inmolarse por la democracia. Esa intervención suya en la sesión bicameral del Congreso fue un mandarriazo inesperado para una clase política que quería convencerse a sí misma –y generar esa matriz de opinión– de que la insurrección de los llamados Comacates había sido inequívocamente repudiada por el pueblo.

Las élites derrotadas poco menos de dos meses antes (el 6 de diciembre de 1998) vieron esa escena, oyeron esas palabras de Chávez, tan distantes del protocolo, y se horrorizaron. Dijeron que había sido una descortesía utilizar esa palabra, «moribunda», ante un hombre de 83 años, como Caldera, que bien podría habérselo tomado como una indirecta. Igualmente lo consideraron una ofensa a la Carta Magna que el Congreso de la Cuarta República, ejerciendo funciones constituyentes, había aprobado en 1961, y que los gobiernos de ese período habían mantenido parcialmente sin efecto durante las casi cuatro décadas transcurridas.

Analistas y comentaristas también cuestionaron el juramento por ser portador de una innecesaria hostilidad. Y con esos análisis y comentarios quedaba marcado el tono de lo que iban a ser los siguientes años: un tiempo de perenne confrontación entre el presidente y eso que en algún momento se llamó «la canalla mediática».

En rigor, la frase del juramento fue perfectamente alineada con la estrategia que ese mismo día comenzó a desarrollar el Comandante y que consistió en cumplir su promesa básica de campaña: conducir al país hacia un proceso constituyente. De hecho, el primer decreto del nuevo jefe de Estado fue la convocatoria al referendo popular para decidir si se convocaba o no una Asamblea Nacional Constituyente, otro gesto rupturista que también fue considerado fuera de lugar por las cúpulas desplazadas. Ese mismo día empezó, igualmente, la lucha jurídica entre el nuevo gobierno y la vieja estructura que intentaban mantenerse en pie. Varios jurisconsultos de alto coturno anunciaron que impugnarían el llamado a referendo por no estar contemplado en la Constitución  de 1961 como mecanismo de reforma de ella misma.

Viéndolo desde la distancia temporal, era poco coherente jurar ante una Constitución nacional a la que se pretendía cambiar drásticamente. Pero como no era posible tampoco negarse a hacerlo (eso hubiese implicado un vacío de poder), la solución fue juramentarse, pero haciendo la salvedad de que ya no se consideraba legítima esa ley fundamental. Así lo hizo Chávez, con la mano izquierda sobre el texto fundamental, pero anunciando su inminente demolición, no en modo de golpe de Estado (como lo harían, tres años más tarde, las élites defenestradas con el infame decreto del usurpador Pedro Carmona Estanga), sino a través de un proceso constituyente inédito.

Menos de un año tardó la promesa básica en hacerse realidad. El 15 de diciembre de ese mismo año 1999, la mayoría del electorado, nuevamente convocada a referendo, aprobaría la nueva Constitución de la, a partir de entonces, República Bolivariana de Venezuela.

A 25 años de distancia, está claro que aquella no fue cualquier escena. No fue una simple transmisión de mando. Fue el inicio de una era histórica que ha trascendido las fronteras nacionales y proyectó el liderazgo de Chávez a la escala mundial.

Los cambios políticos que comenzaron ese día, incluyendo el del texto constitucional, se han tenido que llevar a cabo en medio de grandes controversias y desenfrenados intentos de abortar el proceso por parte de la derecha nacional y de sus jefes imperiales. Ninguna de las políticas públicas fundamentales desarrolladas por la Revolución Bolivariana ha estado a salvo del sabotaje y las campañas mediáticas. Tras el fallecimiento del Comandante, en 2013, esos empeños destructivos han alcanzado niveles monstruosos. En eso andamos.

Grandes compromisos

“Juro delante de Dios, juro delante de la Patria, juro delante de mi pueblo que, sobre esta moribunda Constitución, haré cumplir, impulsaré las transformaciones democráticas necesarias para que la República nueva tenga una Carta Magna adecuada a los nuevos tiempos. Lo juro”.

Esas fueron las palabras de Chávez el 2 de febrero de 1999. Lo dijo con una firmeza  que evocó el breve discurso del 4F, con voz de mando, sin dejar espacio para la duda, ante un Poder Legislativo en el que no tenía mayoría.

Cerca de año y medio después, ya con la Constitución nueva y ante la unicameral Asamblea Nacional, rindió de nuevo juramento. Todos los poderes (incluyendo la presidencia de la República) habían sido sometidos a un nuevo escrutinio electoral.

En 2002, el zarpazo del imperialismo y la oligarquía derogó la aún niña Constitución por algo menos de dos días. Cristalizó así, de forma efímera, el deseo manifiesto de los sectores políticos y económicos de volver a la Carta Magna de 1961, la que garantizaba la hegemonía de los cogollos concertados en acuerdos de trastienda.

Volvió a jurar en 2007, tras su fulgurante victoria de diciembre de 2006, pero en 2013 ya no le fue posible hacerlo en la ceremonia acostumbrada, luego de haber triunfado el 7 de octubre de 2012. Sin embargo, quedó su discurso de despedida, el del 8 de diciembre de 2012, que tuvo mucho de juramento, esa última proclama que fue “clara, como la luna llena”.

(Clodovaldo Hernández / Ciudad Ccs)


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