¿Cuántas veces se ha repetido la escena en la que vemos a un implicado en alguna de las tantas conspiraciones contra el orden constitucional que confiesa su participación y delata a sus jefes y cómplices?  
 
¿Y cuántas veces, a pesar de esa confesión-delación, los dirigentes, medios, periodistas, comentaristas e influencers opositores dicen que esas personas y sus secuaces son inocentes, que se trata de presos políticos, prisioneros de conciencia, perseguidos por pensar distinto, secuestrados por el “régimen”?  
 
En el caso de los dirigentes políticos y mediáticos está muy claro que no es que crean en tal inocencia. Saben muy bien que esas personas son culpables, pero presentarlas como mansas palomas es parte de la estrategia.  
 
Lo que realmente nos pone frente a un cuadro digno de estudio sociológico, psicológico y hasta psiquiátrico es que gente del común, no involucrada en los actos subversivos, personas aparentemente funcionales se nieguen a creer lo que oyen sus oídos o ven sus ojos sólo porque no concuerda con sus ideas.  Es la esencia de la era de la posverdad hecha patente. 
 
“Esto nunca ocurrió”

Revisemos. Algunas confesiones y «pajazos» han sido cuestiones mediáticas o, como suele decirse, «públicas, notorias y comunicacionales».  
 
Por ejemplo, los bocones del amanecer del 12 de abril de 2002, cuando acudieron a los programas matutinos de la TV a ufanarse de haber participado en un golpe de Estado hasta ese momento exitoso. Inolvidables actos de fanfarronería a cargo de nulidades engreídas que luego, en la mayoría de los casos, juraron que «yo no fui, que iba pasando, que firmé una lista de asistencia, que entré a ver de qué se trataba”. 
 
Es natural que los protagonistas de tales confesiones públicas luego finjan que no ocurrieron. La cobardía es libre. Pero no luce tan normal que una parte de la sociedad les haya alcahueteado ese «olvido» y siga considerando a esos sujetos como demócratas excelsos.  
 
Otras han sido confesiones-delaciones ante la policía, la Fiscalía o los tribunales, grabadas en video y transmitidas urbi et orbi, como las del diputado Juan Requesens (sobre el magnicidio fallido de 2018); la del cronista de alta sociedad Roland Carreño (sobre el robo del dinero que Citgo destinaba a tratamientos médicos para niños con enfermedades catastróficas y que pasó a ser empleado para gastos de “logística” del partido-megabanda  Voluntad Popular y para algunas veleidades personales del refinado periodista); las de los implicados en la trama Brazalete blanco; y, la todavía recién horneada del activista de Vente Venezuela, Emil Brandt Ulloa
 
Y aquí es donde ocurre el fenómeno digno de estudio: la dirigencia y parte de la militancia opositora niega estas admisiones de culpa, las considera como inexistentes o sin valor jurídico, político ni moral. 
 
Es una negación infantil de lo fáctico, como cuando los niños, influenciados por los parlamentos traducidos de las tiras cómicas o de tontas películas gringas, dicen, ante el jarrón roto o el perro trasquilado, que «esto nunca ocurrió». 
 
No es una infantilada, sin embargo, sino parte del relato perenne del Estado forajido y la dictadura feroz a la que supuestamente enfrenta una oposición democrática, pacífica y muy sufrida. 
 
Lo que está en el fondo es la pretensión de escamotearles a las autoridades venezolanas la atribución constitucional de actuar judicialmente contra quienes desarrollan actividades insurreccionales. Por eso no hablan de detenciones, sino de secuestros y desapariciones forzadas. Por eso entran en grave situación de disonancia cognitiva cuando uno de los implicados “canta” y confirma las denuncias del gobierno. Y ante esas piezas que no encajan en su relato, optan por decir que no valen, que no son reales, que no existen. 
 
La prueba reina

¿Cuál podría ser una razón para determinar que una confesión no es válida? Para los no abogados, el lugar común “a confesión de parte, relevo de pruebas”, hace pensar en que se trata de un componente muy pesado en cualquier proceso legal. De hecho, a la confesión se le ha catalogado como regina probationum (la prueba reina) o probatio probatissima (la prueba superlativa) o la prueba por excelencia. Pero los abogados —tal es su trabajo— le han dado ya varias vueltas a ese asunto y dicen que la confesión no es tan buena prueba como parece. 
 
Los negadores de las confesiones afirman que fueron dadas bajo coacción, coerción, tortura o amenaza de ella, aunque estas acusaciones son, a su vez, obviamente difíciles de probar porque los confesantes no muestran señales de nada de ello. 
 
Ahora bien, más allá de lo jurídico, es evidente que las confesiones tienen un valor importante en la esfera política. Y es allí donde los dirigentes partidistas y mediáticos de la oposición operan para declararlas como no-hechos. 
 
Los voceros del poder imperial y sus franquicias locales sostienen el siguiente planteamiento: “Usted vio y oyó a esta persona confesando, pero eso no pasó, fue un montaje planificado en Cuba hace 15 días», como decía el gran humorista Roberto Hernández Montoya. Es una apuesta difícil porque viene a ser como borrarles una parte de la memoria a personas fisiológicamente sanas, sin necesidad de hacerles una trepanación craneal o algo parecido. No obstante, lo logran. 
 
Esta negativa a aceptar como verídicos hechos admitidos por sus perpetradores tiene que ver también con la necesidad de no creer en las denuncias gubernamentales que esas declaraciones ratifican. Y este empeño sigue adelante a pesar de que las confesiones no son los únicos elementos probatorios. 
 
Vamos a poner un ejemplo actualizado por la confesión de un criminal de lesa humanidad, el paramilitar uribista Salvatore Mancuso, quien acaba de repetir algo que ya había dicho hace unos meses: militares y políticos de la ultraderecha venezolana fueron allá a pedirle un golpe de Estado, magnicidio o atentado hecho a la medida contra el comandante Hugo Chávez. Y eso ocurrió justo en los meses en que acá fue desmantelada la banda de paracos que preparaba una acción de falsa bandera con uniformes y equipos de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, el célebre Caso Daktari.  
 
Los negadores tienen 20 años diciendo que esto no ocurrió, que esos señores eran unos peones colombianos que trabajaban en una finca y se habían vuelto muy aficionados a desayunar con cachitos de jamón de una panadería sifrina caraqueña. De ahí no los saca nadie, ni siquiera lo harán las confesiones del superasesino Mancuso. 
 
En el caso que nos ha ocupado en estos últimos días pasa lo mismo. Se presentó la confesión-delación del oficial desertor Ányelo Heredia, quien contó con gran detalle lo que pretendieron hacer el año pasado y en las primeras horas del corriente, para desestabilizar al país y, eventualmente, matar al presidente y tomar el poder a la fuerza. 
 
Luego es detenido Brandt Ulloa y al poco rato aparece echando todo el cuento del financiamiento externo de Vente y de los planes de calentamiento de calle. 
 
Ambas confesiones-delaciones encajan perfectamente con los dichos de personajes políticos y mediáticos a quienes siempre «se les chispotean» los secretos, como Antonio Ledezma y Orlando Urdaneta. Y encajan también con las andanzas de los funcionarios imperiales por el vecindario y con los espeluznantes cónclaves de personajes a los que más vale perderlos que encontrarlos como Álvaro Uribe y Leopoldo López. 
 
Y entonces, gracias al fenómeno digno de estudio, dirigentes, medios, periodistas, comentaristas, influencers y, sobre todo, gente común, niegan la culpabilidad de los que se han declarado culpables y dicen que son mártires que están luchando en paz por el retorno de la democracia y las libertades. Lobotomía virtual, podríamos llamarle. 
 
(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV) 


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