Criticaron a la «embajadora del gobierno interino» en Londres cuando dijo que no tenía conocimiento de los crímenes de guerra del enviado especial de Estados Unidos para Venezuela, Elliott Abrams, porque en esa época ella era muy  joven y, claro, no se ocupaba de esos complejos temas internacionales. 

 

Merece la crítica, pero es claro que ese razonamiento tan estúpido no es el producto individual de una persona que parece estar en la categoría intelectual de Laura Pérez, la sifrina de Caurimare. No. Ese razonamiento es una de las bases estructurales del dominio que Estados Unidos y todos los otros poderes formales o fácticos del mundo ejercen sobre miles de millones de seres humanos.

 

La amnesia selectiva, la mala memoria, la actitud olvidadiza, la ignorancia de la historia son armas de primera magnitud en el combate ideológico cotidiano. El imperialismo estadounidense las usa con gran maestría.

 

Una prueba concreta de este manejo diestro del encubrimiento de los malos antecedentes es, precisamente, el desempeño público de un sujeto como Abrams. Ya era una fea insolencia que ese individuo hubiese aparecido en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas disertando sobre respeto a los derechos humanos y tratando de tachar a Venezuela como una dictadura que los viola sistemáticamente. Pero esta semana, el genocida de Centroamérica, llegó aún más lejos: se reunió con el papa Francisco en el Vaticano. “¡Válgame Dios, señor!”, habría dicho mi mamá.

 

Si este no fuese un mundo anestesiado por la propaganda para que no le duela el prontuario de los personajes de la política imperial, Abrams tendría prohibido -por razones de seguridad- el acceso a la sede de la ONU. Y tampoco podría -por razones de moral- tener una audiencia con el Sumo Pontífice, a menos que fuera para un exorcismo.

 

Si hubiese algo de respeto por la memoria de las víctimas de la masacre del Mozote, y de tantos otros miles de víctimas de las guerras sucias y los escuadrones de la muerte que EEUU impulsó en El Salvador, Nicaragua y Guatemala, este hombre Abrams, que fue uno de los principales operadores de esas políticas asesinas, debería estar condenado por una corte penal internacional o, al menos, al más severo ostracismo. 

 

Cuando se recibe con normalidad a sujetos de esa calaña tanto en organismos políticos internacionales como en la llamada Santa Sede, queda demostrado que no solo la supuesta embajadora del supuesto gobierno ha olvidado (o nunca ha querido enterarse) de su tenebroso pasado, que no es el de Abrams solamente, sino el de la élite gobernante de EEUU y sus aliados. Esa es una manera de estar en el mundo muy propia del capitalismo hegemónico.

 

El manto de olvido selectivo significa impunidad para todas las barbaridades que ha hecho EEUU en América Latina y en el resto del planeta en los últimos 200 años. Y ese mismo manto encubre los actos de genocidio y rapacería de las potencias europeas en América, Asia y África durante cinco siglos. Es, por cierto, ya que hablamos del Papa, el mismo manto que sirve como hoja de parra a todos los desafueros de la iglesia católica, cometidos estos con el agravante de ir en el nombre de Dios.

 

Lo peor de la amnesia histórica no es la impunidad de los crímenes previos. Eso sería bastante malo, de por sí, pero hay algo más grave. Esa conducta permite a las élites globales reincidir descaradamente en sus atrocidades. Ese Abrams legitimado por la solemnidad de la ONU, y ahora  ungido por el vicario de Cristo, ha de sentirse autorizado para preparar eso que hipócritamente se ha llamado «una de las opciones sobre la mesa» que bien podría ser una invasión, una guerra civil instigada por mercenarios, en fin, un genocidio en Venezuela. 

 

Con la conveniente mala memoria se borran los crímenes de lesa humanidad, los bombardeos atómicos sobre dos ciudades japonesas, los países casi arrasados por el agente naranja, las naciones demolidas buscando inexistentes armas de destrucción masiva, los pueblos invadidos para saquear sus riquezas… Y con todo eso borrado, la camarilla dominante mundial puede volver a hacerlo una y otra vez.  En eso estamos.

 


(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)