La polémica sobre si el país está mejor este fin de año que en los dos o tres anteriores es una de las más recurrentes, tanto en la sobremesa navideña como en los cotilleos de redes sociales. Como siempre hay dos bandos claramente diferenciados: los que dicen que la recuperación es evidente, y los que afirman que se trata de meras ilusiones y operaciones propagandísticas del gobierno.

 

Llega el momento en que la controversia aburre por lo necia y estéril, y muchos de los pertenecientes al primer bando o a los neutrales comienzan a preguntarse cuál es el empeño en negar una mejoría aunque sea leve. ¿Acaso se trata de una especie de perniciosa tendencia al pesimismo?

 

Un intento de apreciación objetiva del fenómeno nos llevaría a la conclusión de que para la oposición (tanto su dirigencia como su militancia) es un verdadero drama que el país haya llegado a 2020 ligeramente mejor (o menos peor) que en el pasado reciente.

 

La recuperación es una contradicción para buena parte de los opositores comunes: les favorece en términos personales, familiares y corporativos, pero sienten que les perjudica en el plano político.

 

Desde un punto de vista pragmático, lo ideal para la antirrevolución es lograr la sincronicidad del desastre, es decir, que el peor momento económico del país coincida con el peor momento político del gobierno. En eso han estado empeñados por años, especialmente en el 2019, pero el balance general del período es casi contrario: quienes viven un mal momento político son los jefes opositores (nacional e internacionalmente), mientras en el plano económico, la nación experimenta un respiro.

 

Una larga historia

 

La estrategia opositora ha sido siempre boicotear la economía para generar descontento social y lograr la retoma del poder político perdido hace ya dos décadas. Tomaron con claridad esa ruta en 2001, con la rebelión contra la Ley de Tierras y otras del mismo tenor. Siguieron en 2002 con el paro nacional que derivó en golpe de Estado, y al final de ese año, con la huelga patronal y el sabotaje petrolero. Se mantuvieron en esa onda durante el resto del gobierno del comandante Hugo Chávez y ya a partir de 2013 se enfocaron en la destrucción económica como pieza central contra el de Nicolás Maduro. La primera fase fue de guerra económica interna, la segunda ha incorporado la agresión abierta desde Estados Unidos, Europa y los gobiernos de derecha latinoamericanos. Todo ese esfuerzo, sin duda bélico, llevó a Venezuela a un estado de postración económica que, en la teoría, debió haber detonado la insurrección social y el cambio político.

 

La oposición obtuvo frutos de esta estrategia en 2015, cuando logró una aplastante victoria electoral en las parlamentarias, luego de que su componente económico (el empresariado, en sentido amplio) torturó sin misericordia a la población durante más de tres años. Todo ello, desde luego, sin restarle peso a los errores, las omisiones y a la corrupción e ineficiencia del gobierno.

 

Al mirar en retrospectiva el panorama posterior a ese 2015, puede afirmarse que el país ha estado, desde el punto de vista económico y social, en varios momentos particularmente negativos: la etapa del desabastecimiento y las grandes colas; la desaparición del dinero en efectivo; la hiperinflación; el pico más alto de la ola migratoria y los apagones nacionales son algunos de ellos.  Desde el punto de vista pragmático expuesto antes, es inconcebible que la oposición política no haya podido sincronizarse con esas tragedias para lograr sus objetivos.

 

El plan de la derecha nacional y de sus jefes estadounidenses para 2019 era claro: el país debía estar colapsado en todo sentido, sumando todos los síntomas anteriores (desabastecimiento, colas, falta de efectivo, migración incontrolada, hiperinflación, sin electricidad ni otros servicios) y, como consecuencia de ello, en ebullición social. Al mismo tiempo, debía tener una dirigencia política opositora muy consolidada, con poder de convocatoria y respaldo militar. Era el cuadro perfecto para el cambio de régimen.

 

Paradójicamente, los momentos negativos generados por las conspiraciones económicas (entre otros factores) han sido tan intensos, que una leve recuperación en algunos de esos campos tiene efectos multiplicados en la percepción de la situación general del país. El hecho de que haya abastecimiento (a pesar de los altos precios) permite comparaciones positivas con respecto a otros años. Lo mismo pasa con el asunto del efectivo, que ya ha sido reemplazado casi totalmente por sistemas de pago electrónico. La inflación sigue siendo brutal, pero comparativamente menor que en los años previos. Los cortes eléctricos son severos en todo el país, especialmente en Zulia, pero nuevamente no es un cuadro comparable con el de los apagones nacionales. La ola migratoria no se ha detenido, pero los gravísimos problemas políticos y los brotes de xenofobia en varios de los países receptores han hecho que disminuya la intensidad del fenómeno e, incluso, que una porción de los emigrantes haya regresado o estén planeando hacerlo.

 

La paradoja se hace extrema porque algunos síntomas de reanimación surgen del seno del sector privado. Esa es la razón por la cual los economistas, analistas e influencers opositores han convertido en un tópico el tema de la proliferación de bodegones. Intentan imponer la matriz de opinión de que la reactivación es algo perverso, vinculado al lavado de dinero y a la corrupción.

 

Aunque no pueden decirlo frontalmente, el punto central es que cualquier mejoría, por leve que sea, va en sentido contrario al clima que necesita la oposición, ya sea para derrocar al gobierno o para ganarle de nuevo unas elecciones. Puede sonar muy aberrado, pero la derecha necesita que la situación sea insoportable para aumentar sus probabilidades de vencer. El restablecimiento parcial de la normalidad y el logro de cierta sensación de prosperidad es la peor noticia que podrían recibir. ¡Qué drama!

 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)