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-¿Me da un cafecito, por favor? Ah, y un pancito de éste.

El frío cabilla en la mañana, manos en los bolsillos de la chaqueta, obliga a algo caliente antes de empezar la chamba. Se siente sabroso en el estómago así sea agua caliente. Mientras me alcanzan el café y el pancito, veo los precios en la panadería. El pan equivalente a un buen campesino nuestro, dos dólares, y la canilla un dólar veinticinco. Ah, y sólo en panaderías peluconas. El pan del pobre por estos laos es más triste.

 

-¿Cuánto es?

-El café, un dólar setenta y cinco -cobra la chica-, más el pancito cero cuarenta y cinco, mi señor. Son dos dólares veinte.

 

«Mierda -pienso-, dos dólares veinte y acabo de pagar cero veinticinco en el autobús público: son dos dólares cuarenta y cinco. Hubiese metido algo en el estómago en la casa y venido a pie».

 

Así comienza un día con el dólar en Quito. La calculadora mental me golpea cada vez que meto la mano en el bolsillo de la chaqueta buscando monedas de un centavo, cinco, diez, veinticinco centavos, cincuenta o un dólar pa pagar cualquier güebonada por estos lados del mundo donde el dólar es dios y señor.

 

Pero en realidad este encuentro odioso con la monedita americana que se instaló por aquí pateándole ese culo al sucre empezó en días pasados al cruzar par de fronteras. Atrás había quedado, enguerrillado con el bolívar nuestro -sobre todo con el billete de cien-, el antipático peso colombiano, con sus infinitas denominaciones de monedas y billetes santanderistas. La última vez que discutimos en Bogotá me encontraba pagando un almuerzo en una taguara del terminal en ocho mil quinientos pesos o recibiendo la respuesta de que una carrerita hasta el otro terminal costaba diecisiete mil pesos. Me fui caminando como seis cuadras hasta que tomé el Transmilenio abarrotado de gente.

 

El bolívar lo vi por última vez en Rubio y San Antonio, con algún encuentro en una guagua en Cúcuta que tenía que llevarme a una distancia, en Caracas, como desde la avenida Sucre en Catia hasta La Bandera, con un aviso en el vidrio del chofer: «Yo pago mi pasaje justo: mil seiscientos pesos. Aceptamos bolívares menos billetes de cien. Pague mil seiscientos bolívares». Pero eso ya había sido días atrás. Ahora en Quito.

 

-Señor, ¿hasta Guapulo?

El quiteño chofer del taxi me responde con su tonito cantaíto: «Son veinticinco dólares, mi señor, ¿qué parte de Guapulo?

 

«Veinticinco dólares… mierda, no va a ser fácil, ¡veinticinco dólares! En qué peo me metí yo».

 

Jurungo mis bolsillos que parecen cavas de carritos de helado, buscando un cigarro pa calmar la vaina de los veinticinco dólares después del «no gracias, pana, ta bien» al taxista. La temperatura en la tierra de Manuelita Saenz y Antonio José de Sucre debe estar como en 5 grados y con lluvia por estos días: «Coñio e la mae, no tengo cigarros y acabo de tomar café. Qué frío de mierda».

 

-Deme una caja de cigarros.

-¿De cuáles quiere, mi señor?

 

-¿Qué precio tiene la azul?

-Cinco dólares con veinticinco centavos, mi señor.

 

-Qué verga, ¿y no vende de a uno?

-Treinta y cinco centavos del dólar, mi señor.

 

Así empezó todo este peo. Pero la vaina era más arrecha aún porque ya empezaba a darme hambre. Los cartelitos y pizarras de menú no eran muy alentadores pal estómago o regalarse algún antojo: desayunos a dos dólares cincuenta, tres dólares. Almuerzos a cuatro dólares, cinco con veinticinco, seis dólares.

 

El alojamiento tipo pensión tenía que verlo al día siguiente, después de la chamba, porai como a las cinco. Una pieza individual, sin calefacción alguna, sin ventanas, donde podría caber sólo una cama grande. Baño compartido afuera de la habitación con los demás obreros, y agua caliente por lo menos.

 

-Son ochenta dólares, ¿sí? -me aclara la dueña-. ¿Usted me va a pagar dos mesecitos adelante, o sea ciento sesenta dólares no más, mi señor?

 

«No más», pienso. Jajaja. «No más», dice la viejita. Ciento sesenta dólares por ese cuartucho sin muebles y de una sola pieza. «No más, mi señor».

 

Los otros alquileres vistos oscilaban entre ciento setenta dólares, doscientos y trescientos cincuenta americanos. ¿Cómo harán los compas que se vienen pa acá dizque huyendo de la crisis venezolana, del «régimen de Maduro»? La primera pregunta que me hicieron en la chamba, uno de los obreros, como pa empezar la conversa con «el venezolano», como me dirían de allí en adelante, fue: «¿Y usted también se vino de su país por la crisis? Porai he visto a más de uno pidiendo dinero en los buses y hablando mal de su país».

 

Así va volviéndome mierda la economía dolarizada ecuatoriana

Me viene a la mente aquel par de jóvenes venezolanos ingenieros en sistema (según ellos) vendiendo empanadas en el parque El Ejido de Quito a un dólar cada una porque ya no querían estar en Venezuela, o la conversa con uno de los obreros en la chamba mientras batíamos mezcla que me comentaba cómo se los conseguía, a venezolanos, en los autobuses vendiendo o solicitando ayuda («un dólar, por favor») porque huían de la crisis venezolana, de la dictadura socialista y que aún siendo profesionales tenían que salir de su país porque los chavistas lo teníamos vuelto mierda. O sea, los grandes carajos (y carajas) además de pirarse piden dólares a los ecuatorianos a nombre nuestro los chavistas.

 

-¿Usted sabe dónde se almuerza por aquí, mi doña? -continuo con la señora de «los dos mesecitos, mi señor».

-Claro, mira, allá hay un localcito que preparan almuerzo -me dice señalando una series de negocios-. Tres dólares son el menú, más abajo lo puede conseguir a dos dólares cincuenta y al lado le venden empanaditas verdes en un dólar cincuenta, son muy sabrosas.

 

Suspiro sin mucha esperanza.

 

-Bueno, mi doña, el lunes le doy la respuesta del cuarto, ¿le parece? Yo vengo porai como a esta misma hora.

-Sí, mi señor, no se preocupe que yo se lo guardo, siga no más.

 

Ochenta dólares por un mes en un país donde el sueldo mínimo es de 360 dólares y los servicios básicos como luz, agua y gas pueden alcanzar de veinte a cien americanos al mes. Qué cagada -pienso-, y yo quejándome en mi barrio en Caracas cuando el recibo de luz me llegaba a ciento setenta bolívares y el agua subía a setenta bolívares o que la llama de la cocina era muy bajita. No joda, si ni siquiera pago gas y es directo y la gasolina sigue siendo casi gratis. Bueno, pero yo no tengo carro y menos mal porque una hora de estacionamiento te clavan con un dólar noventa y el precio de la gasolina ronda los cero cuarenta dólares. Cero punto cero uno en Venezuela.

 

Almuerzos a tres dólares. Serían unos noventa dólares más al mes, y en promedio el desayuno y la cena que gaste, esos tres dólares mismos, serían noventa más. Entre alquiler y comida, así, apretaíto, rasguñando, serían cuatrocientos dólares por pasar un mes en Quito. Coño, y la caja de cigarros dónde la meto, el pasaje de ida y vuelta por estas calles, unas birritas que están en un dólar setenta y cinco, y pa más vaina calientes.

 

Inmediatamente la calculadora mental entró en reversa, en resta: si logro convencer a la vieja que me rebaje el alojamiento en sesenta dólares, me ahorro veinte. Los noventa dólares mensuales que gastaría en el almuerzo, si logro comprar todo para el mes y cocinar mi vaina yo mismo, podrían ahorrarme sesenta al mes y viajando a pie hasta la chamba me ahorraría cinco dólares al mes (la carrerita en taxi ya sabía que no bajaba de dos dólares como de Plaza Venezuela a Capitolio). ¿Cigarros? ¿Birras? Al carajo. Eso sería en promedio de sesenta a setenta dólares ahorrados. ¿Será que en esta sacadera de cuentas pa atrás viven los «compatriotas» que «huyen», que se vienen de Venezuela porque no soportan tener de presidente a un chofer de autobús? Bueno, sumando y restando (más restando que sumando) lograría ahorrar de ciento veinte a ciento cincuenta dólares, y los gastos mensuales quedarían doscientos cuarenta dólares más o menos. Lamentablemente creo que más.

 

Me tocó hacer el mercadito, y cuando empecé por las naranjas y las parchitas:

-Me da una docena de naranjas.

-Dos dólares, mi señor -es la respuesta. Ya empezamos mal: y dale con el «mi señor».

 

-Mejor deme parchitas.

-¿Y eso qué es, mi señor? Aaaah, ¿maracuyá? Son cuatro por un dólar, ¿sí? ¿Se las pongo? ¿Qué más le doy? Diga. Dele no más.

 

¿Cuatro parchitas por un dólar, coñio? Verga. Escuchara esto Francisco, el frutero chavista del barrio, allí en Catia.

 

Y así voy: un medio kilo de pastas largas, dos dólares. Un kilo de arroz, un dólar noventa y cinco. Un cartón de huevos, cuatros dólares y medio. Una lata de atún, dos dólares. Media libra de pollo, un dólar setenta y cinco, y de queso un dólar setenta y cinco también. Un jabón de baño, un dólar, al igual que la prestobarba. Medio kilo de caraotas negras (que nunca se ablandaron, por cierto), un dólar ochenta, y de lentejas dos dólares. Seis cambures, un dólar. Una manga, un dólar, y un melón dos dólares. Un poquito de carne molida, algo de bistec y unos tronquitos de costillitas de cochino, diez dólares. Un medio kilo de café ahí medio malo, un dólar noventa y cinco porque los demás estaban entre tres dólares y medio hasta ocho americanos. El litro de aceite, dos dólares, y una barra de mantequilla a un dólar. Al lado de la pasta y arroz veo un rostro conocido: Harina Pran a dos dólares noventa y cinco el paquete. Así, como le gustaría ver al güebón de Mendoza en los anaqueles venezolanos: en dólares. Total: casi cien dólares al finalizar la cuenta de la cajera.

 

Así va volviéndome mierda la economía dolarizada ecuatoriana. Buscándole la vuelta como decimos nosotros, pa tratar de imaginar que todo va bien, que no hay nada y que lograré sobrevivir ese mesesito con algo así como trescientos sesenta dólares y un poquito más ganados con el sudor de mi frente, o dolores de espaldas, porque aquí no se suda de tanto frío. Busco en mi anti-agenda la fecha de retorno al barrio, al sol, a la cancha de básquet, al sabroso desorden de la dinámica venezolana: 5 de marzo, después de la fecha del cumpleaños de mi carajito el 27 de febrero.

 

¿Por qué se vendrán?, me pregunto. Entiendo al que está aquí tripeándosela, coño, Ecuador vale la pena visitarlo. O el pelabola o profesional que se viene a chambear porque le salió la vaina. Peros estos, ¿por qué se vendrán? ¿Por los dólares? Coño, pero con la roncha que pasan aquí los que huyen del «régimen chavista bajo la mano férrea de Maduro», clase media o desclasados vendedores de arepas o empanadas y mendigando en los buses (jamás harían algo como eso en el este del este), sólo me hacen pensar una respuesta: odian a Venezuela, odian a la Venezuela chavista. Quieren estar en algún lugar donde no se escuche hablar de socialismo, organización popular, les aterra la palabra patria, tampoco oír ni de misiones para la vivienda o Barrio Adentro, ni de Maduro ni de consejos comunales o comunas, bases de misiones o Comités Locales de Abastecimiento y Producción. Mucho menos de Chávez.

 

Que se jodan entonces.

 

(misionverdad.com)

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