Pablo Emilio Escobar Gaviria. El zar de la cocaína. El rey de Medellín. El patrón. El Robin Hood paisa. El narcotraficante más buscado en los años noventa. Pero, sobre todo, el icono de la Colombia más oscura convertido el 2 de diciembre de 1993, simplemente, en un fugitivo asustado, un cadáver panza arriba, un hombre de mediana edad y barba descuidada abatido por el Bloque de Búsqueda en un tejado de los bajos fondos de Medellín.

Con el auge de la cocaína en los años ochenta, Colombia se convirtió en poco tiempo en la capital de esta droga debido, sobre todo, al esfuerzo emprendedor de genios del mal de la talla de Pablo Escobar. El colombiano se elevó como «El Zar de la cocaína» y se dice que acumuló la mayor fortuna de su país y una de las mayores del mundo, 9.000 millones de dólares que algunas fuentes aumentan hasta 25.000.

Durante un tiempo Escobar se hizo pasar por un político y empresario ejemplar, con especial predilección por ayudar a las personas con menos recursos de Antioquía. En su barrio de la infancia, La Paz, construyó campos de fútbol y viviendas, mientras se relacionaba con personajes televisivos y figuras públicas. Un hombre humilde al que los políticos de Bogotá torpedearon y acusaron de forma infundada, según él, de estar involucrados en el tráfico de droga. Evidentemente no había nada de infundado en esas acusaciones.

En 1983, una serie de reportajes derribaron la frágil fachada de legalidad en la que Escobar se encontraba oculto. El Congreso, que en un principio mostró una actitud vacilante, suprimió su inmunidad parlamentaria y permitió que la Justicia le investigara a fondo. Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia, se destacó como el más enérgico perseguidor del cartel de Medellín, controlado por Escobar. Lo pagó con su vida. El 30 de abril de 1984 Lara fue asesinado por órdenes del narcotraficantes, dando inicio a un período que ha pasado a la historia como el «narcoterrorismo», donde los secuestros, los atentados y los asesinatos a empresario, alcaldes, ministros, fiscales jueces y policías se convirtieron en algo cotidiano de Colombia.

En 1989, Escobar hizo explotar una importante cantidad de dinamita cerca del edificio del Departamento Administrativo de Seguridad (grupo que hacía labores de policía antiterrorista) con un total de 70 personas muertas en el atentado. Asimismo, «El Patrón» estrelló en pleno vuelo un avión de «Avianca» al creer que en él viajaba el candidato a la presidencia César Gaviria, quien se había quedado finalmente en tierra. Aquel día perdieron la vida 110 personas.

La «Catedral», una prisión de lujo

Ante la incapacidad de frenar al « Zar de la cocaína», Colombia aceptó la ayuda de EEUU, que sumó agentes de la DEA a la guerra contra el narcotráfico, y se vio obligado a negociar con Pablo Escobar un descompensado acuerdo para que finalizara la escalada de muertes. A cambio de que no fuera extraditado a EEUU, el capo accedió a entrar en prisión, si bien a una construida y dirigida por él mismo.

El acuerdo se materializó el 19 de junio de 1991, día en que Pablo Escobar ingresó en «La Catedral», un edificio que contaba con habitaciones de lujo, gimnasio, una cancha de fútbol y varios salones de juego. No tardó mucho la prensa en hacerse eco sobre la vida de lujo que llevaba el narco de barrotes para dentro; por lo que el Gobierno colombiano empezó a planear la forma de trasladarlo a una prisión de verdad. El detonante final fue el asesinato dentro de la prisión de Fernando Galeano y Gerardo Kiko Moncada, quienes administraban el imperio de Pablo en el exterior y que habían hecho amago de querer realizar negocios por su cuenta. Que viviera como un zar o que entrara y saliera gente por los pasadizos de la «Catedral» era una obscenidad para Colombia; pero que cometiera asesinatos en lo que debía ser su celda era ya algo inadmisible incluso para el país donde nació el realismo mágico.

El presidente César Gaviria envió a Eduardo Mendoza, viceministro de Justicia, y al coronel Hernando Navas Rubio, director general de Prisiones del Instituto Penitenciario, a poner fin a aquel absurdo y a trasladar al narcotraficante. Sin embargo, Escobar tomó como rehenes a los dos funcionarios mientras preparaba su fuga de la cárcel, ahora asediada por el ejército. El 21 de julio de 1992 Escobar y sus hombres huyeron de la prisión a través de uno de los muros traseros de la prisión. En medio de la neblina, el capo y sus secuaces se esfumaron para oprobio nacional. Se sospecha que ni siquiera fue una huida trepidante, más bien pausada.

Aquí empezó la persecución de Pablo y el principio de su historia. Se estableció una unidad especial, el Bloque de Búsqueda, formado por policías, militares y agentes de la DEA (Departamento antidroga de EEUU) para dar con el escurridizo narcotraficante. El planeta quería capturarlo y el Gobierno ofreció cinco millones de dólares de recompensa. La sorpresa fue que Medellín, donde seguía siendo enormemente popular, no parecía interesado en atrapar al Robin Hood paisa. Al contrario, fueron muchos los que se lanzaron en busca de las otras recompensas, las del cartel de Escobar, que ofreció 10.000 dólares a todo el que asesinara a un policía, 33.000 a quién matara al Coronel Martínez, jefe de la unidad de búsqueda, y 300.000 por cada agente de la DEA muerto. Sin duda, el capo sabía jugar sus cartas. 65 policías fueron asesinados en su particular guerra contra el Estado.

Su suerte empezó a cambiar cuando el Bloque de Búsqueda y los Pepes (un grupo paramilitar financiado principalmente por el Cartel de Cali y con nexos todavía sin aclarar con la CIA y la DEA) le forzaron a vivir en constante fuga y de forma clandestina. «Pasamos hambre mientras estábamos rodeados de millones de dólares», diría años después Sebastián Marroquín, el hijo mayor del narco. La persecución a Escobar le obligaba a mudarse prácticamente cada semana de casa y comprometió gravemente su capacidad de dirigir el imperio de la cocaína mundial.

Las bombas del narco herido

Las autoridades asesinaron hasta marzo de 1993 a 100 sicarios y 10 jefes militares del Cartel. Además, los Pepes se valieron de tácticas tan brutales como las empleadas por los narcos para eliminar a los hombres de Pablo, destrozar sus laboratorios y haciendas y neutralizar su aparato legal; es decir, quitar la vida a su abogado, sus contables y sus empleados. Entre todos le estaban asfixiando, y él contestó con lo único que sabía hacer: echar más terror y muerte al fuego.

Cuando fue rechazada su desesperada oferta para regresar a la cárcel a cambio de una pequeña pena y la disolución del Bloque de Búsqueda, Pablo Escobar inició una serie de atentados, con más de 250 bombas explotadas a lo largo del país a modo de represalia. «Por aquellos días mi padre hacía referencia constante a Salvatore Totò Riina, de quién adaptó sus métodos terroristas con coches bomba utilizados para enfrentarse al Estado italiano a través de asesinatos selectivos», escribe el hijo mayor en «Pablo Escobar: Mi padre» (Península). Entre estos atentados brilló por su brutalidad el ocurrido el sábado 30 de enero de 1993, cuando un automóvil Renault 9 cargado con 100 kilos de dinamita fue ubicado a pocas manzanas de la Casa de Nariño, sede Presidencial. La explosión resultante destruyó algunas tuberías y dejó un cráter de 1.95 metros de ancho por 95 centímetros de profundo.

Después de un año levantando hasta la última piedra de Medellín, el Bloque de Búsqueda dio con la clave al localizar seis llamadas que Escobar le hizo a su hijo. Ayudó la avanzada tecnología de rastreo a disposición de esta unidad y, sobre todo, los descuidos del narco colombiano en las últimas fechas. Con su jefe de seguridad fuera de juego y únicamente protegido por sicarios rasos, Escobar prescindió de la brevedad en las conversaciones telefónicas, su principal seguro de vida en décadas como criminal. La soledad le empujó a llamar de forma compulsiva a su familia. Echaba de menos a su mujer y a sus hijos y cada vez cometía más errores.

El día 2 de diciembre de 1993, un día después de haber cumplido 44 años, Escobar fue arrinconado por las fuerzas armadas en una residencia cercana al centro comercial Obelisco y también al estadio Atanasio Girardot, en el oeste de la ciudad. Relata el corresponsal de ABC Sebastián de Aristizábal, que 500 soldados y policías rodearon la casa y «los soldados procedieron a irrumpir en el lugar en el que el capo y un guardaespaldas se encontraba». Su hombre más fiel, Álvaro de Jesús Agudelo, alias «Limón» recibió a la unidad de asalto con una metralleta y fue abatido en el interior de la humilde vivienda. Su muerte permitió al narcotraficante escapar por uno de los tejados de la casa.

«Escobar trepo descalzo por la ventana y pasó al tejado de la casa contigua tratando de huir. Se mantuvo cerca de la pared de otra vivienda, que quedaba a la derecha de la ventana. Ese muro lo protegió un poco de los agentes en tierra, pero no de los que le estaban persiguiendo. Escobar llevaba dos pistolas y disparó a los agentes que se encontraban detrás de él mientras cruzaba el tejado. Esos hombres y los que estaban en tierra respondieron a los disparos y dieron a Escobar varias veces», narra el agente de la DEA Steve Murphy, que ha contado recientemente su testimonio en el libro «Caza al hombre: cómo atrapamos a Pablo Escobar» (Península).

Los enigmas abiertos sobre su muerte

El primer de los tres disparos que impactaron en el narcotraficante procedió del fusil de un agente que cubría la salida posterior de la casa. Lo recibió cuando intentó volver sobre sus pasos, en el tejado, y fue alcanzado en la parte de atrás del hombro por una bala que se alojó entre los dientes 35 y 36, según el dictamen de los forenses. Probablemente el narco cayó sobre el techo de teja tras este impacto. Un segundo disparo, localizado en el muslo izquierdo, le impidió volver a levantarse. Finalmente, el tercero y más polémico alcanzó su cabeza a poca distancia (este hecho fue negado posteriormente por el Bloque de Búsqueda) y entró desde el lado derecho de la cara, cerca del oido, para salir por la izquierda. La bala le mató de forma instantánea.

¿Quién apretó el gatillo? Las teorías son variadas y contradictorias. La familia de Escobar sigue sosteniendo que, tras recibir el primer balazo, el narcotraficante se suicidó como siempre había prometido antes que dejarse coger: «A mí nunca en la gran puta vida me van a atrapar vivo», se escucha en una de las grabaciones telefónicas realizadas por el Bloque de Búsqueda. En cualquier caso caso, la versión oficial apenas logra esconder el oscuro hecho de que el último disparo era casi una ejecución a cargo del Bloque de Búsqueda.

En entrevistas posteriores, el coronel de la Policía Hugo Martínez Poveda, jefe del Bloque de Búsqueda en 1993, negó que se efectuara ningún disparo a bocajarro cuando Escobar ya se encontraba en el suelo y respaldó la versión oficial de que los disparos los realizó uno de sus hombres, el sargento Hugo Aguilar. Asimismo, Martínez descartó la participación de hombres de la DEA u otros organismos de seguridad de EEUU en la operación porque «tenían orden de no intervenir».

La famosa fotografía del agente Steve Murphy junto al cadáver se produjo 15 minutos después de que tuviera lugar la muerte del capo, según el testimonio del militar. En este sentido se llegó a especular con la posibilidad de que los disparos los realizara un tirador experto de los Delta Force.

«Mientras observaba la zona alrededor del orificio de entrada en la oreja de Escobar, no vi ningún signo de quemadura por pólvora, que indican un suicidio por arma de fuego o un disparo hecho a muy corta distancia. Claramente, esto no era un suicidio. Determinar la causa de la muerte era importante porque, años más tarde, su hijo, Juan Pablo, intentaría por su parte manipular la verdad y alegar que su padre se suicidó en el tejado. En cierto modo, se suponía que esto lo haría parecer valiente», asegura Murphy en «Caza al hombre: cómo atrapamos a Pablo Escobar» (Península).

Bajo el criterio de este agente estadounidense, el suicidio estaba descartado por las evidencias. El edificio mostraba indicios de un tiroteo. La doble pistolera de Escobar estaba tendida al lado del cadáver junto con dos pistolas de 9 mm. La corredera de una de las armas estaba bloqueada, lo que indicaba que no le quedaban ya balas cuando alcanzó el tejado. «Tras examinar la escena y las pruebas, no tenía motivos para no creer a la policía colombiana y su versión sobre lo ocurrido», concluye Murphy.

Otras versiones surgidas a lo largo de los años no dejan bien paradas a las fuerzas de seguridad. En el texto «Así matamos al patrón», el extraditado exjefe paramilitar Diego Murillo Bejarano, alias Don Berna, asegura que ese disparo lo realizó su hermano Rodolfo, alias Semilla. Es decir, que fueron unos integrante de los Pepes quienes supuestamente acorralaron y mataron al narco.

En el momento de su muerte, el Zar de la cocaína vestía camisa azul y pantalón vaquero y no tenía zapatos; a su lado tenía una pistola. Ninguno de los guardias que posaron junto a su cadáver a modo de trofeo de caza perdieron el tiempo en tapar la barriga desnuda y prominente del cuerpo. Porque al final resulta que los mitos criminales también sangran y tienen barriga cervecera.

(ABC)

Pablo Escobar, jefe del cártel de Medellín, en la prisión de Envigado
Pablo Escobar junto a su hijo.